Mi primer embarazo llegó en el año 2007, de modo inesperado. Para sorprenderme, desmontarme y ponerme patas arriba, como muchas cosas importantes de la vida llegan. Y de modo inesperado terminó; rodeada de sueros, calmantes, antibióticos, y entrando en un quirófano en el que me jugaba mantener la posibilidad de ser madre gestante de mis futuros bebés o no: me jugaba mi útero.
A ese pequeño bebé, de 10 semanas, lo despedí en mis manos, tras serme suministrado Zytotec por ausencia de latido fetal y sospecha de que el embarazo se había parado. De pie, en el baño del hospital, con esa pequeña cosita en mis manos, lloré, ahogué mis gritos y entregué a mi bebé para que se hiciera un análisis que jamás llegó a convertirse en realidad.
Días más tarde entraba en ese quirófano que recuerdo como si estuviera allí ahora mismo. Entraba por segunda vez en 24 horas; por segunda vez en 24 horas lloraba y temblaba como una hoja, esta vez no sólo de miedo sino también por los efectos de una infección muy extendida debido a un primer legrado que no había salido como debía y que me mantenía en 42 grados de temperatura y con poca consciencia de la realidad. Rodeada de personas que corrían, gritaban y me preguntaban cosas que yo no llegaba ni a escuchar.
Así fue mi primer parto y mi primer posparto, que continuó con un mes más de antibióticos y tratando de digerir todo lo sucedido en los 15 días que permanecí en el hospital.
Me sentí vacía, rota, desconectada de esa experiencia de madre que la vida me había arrancado tan pronto. Sentí que todo había sido una especie de película, una de esas películas de sobremesa que ves casi dormida tumbada en el sofá... de esas de las que apenas te acuerdas. Sentí que no me había pasado a mi, que yo no había sido la protagonista de todo lo sucedido, que simplemente lo había visto suceder... Traté de recordar cuando había expresado lo que quería en ese tiempo, cuando había tomado alguna decisión consciente, cuando había vivido de verdad lo sucedido... Y resultó que todo ello tenía una única respuesta: nunca.
Sólo había sentido que estaba allí en el momento de ver ese pequeño saquito en mis manos... nada más...
Pasaron los años, viví otras experiencias, viví un parto en el que sí recibí a mi bebé sano en brazos, conocí otras formas de hacer, sentir... Y viví de nuevo la despedida... Viví varias, de hecho, pues despedí a 5 de mis bebés en etapas tempranas de mis embarazos, de sus crecimientos...
Así llegó Jorge. Años después de mi primera despedida de uno de mis bebés. Como el primero de mis
hijos, llegó sin ser esperado, y del mismo inesperado modo partió de mi vida.
Conociendo lo que suponía y con la ayuda absolutamente respetuosa de mi Ginecólogo para cualquier duda e imprevisto, decidí que, como algunos de sus hermanos, este bebé llegaría a mi en la intimidad de mi casa, en la intimidad de mi vida. Era su despedida, pero también su llegada. Y para mi era importante darle una llegada amorosa, sintiendo que le daba la bienvenida mejor sentía que podía darle dadas las circunstancias.
Durante días fui teniendo pequeños sangrados, pequeñas punzadas que parecían ir avisando de su llegada. Y así viví los días... dejándome llevar por esa montaña rusa de emociones en la que me encontraba y que hacía que mi alma se moviera entre la más profunda tristeza y las lágrimas de emoción que me provocaba el permitirme ese espacio, transitando por el agradecimiento que ese pequeño me hacía sentir por el amor tan inmenso que me despertaba, caminando desde el desgarro absoluto a la tristeza serena, a la aceptación. Así pasaba los días. Y así llegó él.
En una noche con más pinchazos de los que había tenido hasta entonces, con la plena convicción de que iba a llegar ya... Con el corazón dividido entre el amor y la tristeza de la despedida. Entre el sentimiento de que siempre estaría conmigo y el rechazo a que se fuera físicamente...
Así parí a Jorge. Y así sentí haber sido dueña de esa vivencia, haber estado plena en ella, haber sentido cada momento, haber decidido cada detalle... dentro de lo que la vida me presentaba, que no era deseado en absoluto por mi, me había adueñado de mi vivencia.
Ahora que parece estar tan de moda el empoderarse, yo lo había hecho. Así me sentía: triste, claro, pero fuerte, madre, conectada, entregada, viva...
Y es justo este sentir el que me empuja a escribir hoy... porque hace poco leía que no se podía comparar un aborto con un parto. Pero es que un aborto es un nacimiento de un bebé que no crecerá en los brazos de quienes le aman, pero sí en sus almas. Un aborto es el nacimiento de tu bebé, es tu parto. Y tú puedes elegir en tu parto, en todos tus partos. Con información clara, definida, verídica y libre.
Yo me sentí dueña de mi parto. De todos mis partos salvo del primero. Y nadie puede decir que no he parido a mis bebés, que mis bebés no han nacido. Porque negar mis partos es negar a mis bebés, y son reales, han estado en mi y son parte de mi vida y de mi familia aunque para el mundo no hayan estado.
A día de hoy doy gracias a cada uno de estos bebés, tanto a la que crece a mi lado cada día como a los hermanos que sabe que tiene en algún lugar, por haber llegado a mi vida y haberme regalado su existir y mi vivencia con ellos, les agradezco todo lo que soy, todo el amor que me inspiraron e inspiran cada día, y darme la energía para decir con amor infinito y claridad que mis bebés que nacieron muertos son también mis hijos, sus llegadas fueron mis partos. Que sentí cada etapa del parto; que sentí cómo cada uno de ellos salía al mundo, que decidí lo que creí mejor en cada momento y que nadie tiene derecho a juzgarlo porque no es eso acaso lo que hacen las madres? No deciden lo que creen mejor cada día?
A vuestra estrella, con amor, mamá.
A cada estrella de cada madre, de cada familia, con cariño y dulce recuerdo.
A cada madre, padre y familia que tienen su estrella, con comprensión y apoyo...
Bea Fernández
Madre y Doula